lunes, 30 de marzo de 2015

Cristo, nuestro Amigo, Crucificado, por Mgr. R.H.Benson



     Cristo, nuestro Amigo,  Crucificado.

        "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”

Nuestro Amigo ya subió la colina. Fue despojado de su ropa y extendido  sobre esa Cruz que llevó desde los escalones del Pretorio. Los verdugos preparan todo, eligen los clavos… La gente, cuyo amor Él vino a buscar, se agacha a mirar ese rostro que se alza para verlos. En ellos ve a todos aquellos a quienes ellos están representando, esos incontables corazones que El quisiera conquistar. Un martillo se alza, y, al caer, Jesús pronuncia su primera palabra:
I. Pero ¿puede decirlo, realmente? ¿Puede decir alguien, incluyendo al Dios de Caridad infinita, que no lo sabían? Jesús había vivido con ellos, abiertamente, durante tres años, como su sirviente y amigo. Había ayudado a todos los que habían venido a él, alimentando al hambriento, sanando a los enfermos, aliviando a los atribulados. Sabían que no rechazó nunca a ninguno  de los que acudieron a Él. Aun aquellos a quienes el mundo despreciaba, las últimas ruinas de la humanidad, el publicano y la prostituta, los caídos en desgracia, todos encontraban en Él un amigo. Todo esto era innegable; era público y notorio. No podían pretender que el mundo lo rechazaba porque Él había rechazado al mundo, o que ignoraban  la  obra de  Su  incansable e  inmensa  caridad. Había sido un amigo para todos.
Entonces se inventó la excusa de que no era amigo del César. Pero también es cierto que había algo que no sabían. Y lo afirma la misma caridad divina para perdonarlos. Y es que era su Dios el que hacía todas esas buenas obras. Era el Creador el que había sido tan compasivo con Su criatura. Era al Señor de la vida al que tenían en ese momento en sus manos. Pensaban que eran ellos los que estaban quitándole la vida; no sabían que era El mismo el que se anonadaba. Creían terminar con una especie de filántropo que les molestaba; pero no sabían que estaban cooperando con la obra culminante de la misericordia divina. Ellos no sabían lo que estaban haciendo.
Sabían, entonces, que estaban acabando de la peor manera con un amigo, pero no que estaban asesinando a un Amigo divino. Sabían que estaban traicionando a un compañero, que estaban pecando contra  los códigos más elementales de la gratitud, la justicia y la dignidad humana; sabían, como Pilato, que estaban matando a un justo, a un santo, que estaban echando  sobre sus cabezas la sangre de un inocente. Pero no sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria, que pretendían silenciar al Verbo eterno de Dios.
Esto, por lo menos, se puede decir en su favor. Sabían que lo que hacían era horrendo, pero no conocían la magnitud de ese horror. Por eso, Padre, perdónalos.
II. Como era en el principio, ahora y siempre… 
El mundo, casi como Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y para siempre. Y hay una Institución en el mundo en el que Cristo Jesús mora perpetuamente. Y es, como Jesucristo, a la vez divina y humana. Ella lleva a cabo incesantemente obras divinas y humanas. Y, como Jesucristo mismo (y como toda actividad bienhechora),  encuentra una asombrosa  ingratitud. Al punto que no hay momento en la Historia en el que no sea crucificada por aquéllos cuyo auxilio y salvación quiere lograr. Es, de hecho, una realidad que va a durar tanto cuanto el mundo siga siendo lo que es, aunque en algunos períodos sea más manifiesto que en otros. Y no puede decirse que no saben, al menos en parte, lo que están haciendo. Por ejemplo, saben que toda la civilización europea tiene fundamentos católicos. Saben que la Iglesia alimentó a los hambrientos, enseñó a los ignorantes, acogió a los marginados e hizo  la  vida más soportable para los enfermos,  y todo eso siglos antes de que el Estado soñara con hacerlo, y aún antes de que existiera algo llamado Estado que pudiera hacerlo. Ellos saben que ella ha sido madre de ideales, de las artes más nobles y de la belleza más pura. Hoy se usan en todos los países de Europa, sea para fines seculares o semi-sagrados, edificios que ella levantó para el propio culto de su Dios. Ellos saben que la moral de los hombres, en definitiva, se aprende en su enseñanza, y que cuando ésta se eclipsa campea la delincuencia. Y aquí, nuevamente, el único cargo contra ella es que ella no es amiga del César, ni de ningún régimen que pretenda organizar la sociedad apartándose de Dios.
Pero, ¡gracias a Dios!, la caridad divina todavía puede alegar, a favor de los hombres, que no conocen todo el horror de lo que hacen, que todavía piensan que mutilar y torturar a la Iglesia de Dios es hacer un gran servicio. Porque no saben que ella es Su preferida, y la Amada de Su Hijo; que ella es la Ciudad Eterna que viene de Dios, que desciende del cielo; y que, en sus sufrimientos, ella participa  y aplica la divina expiación por los pecados de aquellos que la crucifican.
Ellos saben que atentan contra la justicia humana, que tocan a una comunidad mundial de una manera en la que no se atreverían a lidiar con cualquier nación. Saben que están cortando la misma rama en la que ellos mismos se apoyan. Pero no saben que en este caso la tal justicia es en realidad el Derecho divino; que esa Institución que atacan es un Cuerpo que incorpora, no las vidas de los hombres, sino la Vida encarnada de Dios; que están matando, no un profeta o un siervo de Dios, sino al mismo Hijo engendrado del Padre.
Esta oración tenemos que aprender a hacerla nuestra.  Y  en  el  preciso  momento  de  nuestra  última agonía saber decir: Perdónalos, porque no saben lo hacen.
III. Por último, en esa oración estamos incluidos también nosotros, ya que también nosotros hemos pecado en clamorosa ignorancia. Porque aquí estamos nosotros, católicos, a quienes se confiaron los tesoros de la verdad y de la gracia; y ahí está el mundo  a quien no  se lo  hemos transmitido. Bien podemos confesarnos de pereza y letargo, de avaricia y falta de generosidad. Nosotros sabemos lo que hacemos, en buena medida: sabemos que no somos fieles a nuestras altas inspiraciones, sabemos que no hemos hecho todo lo que hubiéramos podido.
Mientras tanto, y en el fondo, no sabemos lo que hacemos. No llegamos a apreciar el apremio de la necesidad de Dios, ni la magnitud de lo que El hizo por nosotros, ni la enormidad del valor de cada alma, así como de cada acto, de cada palabra, de cada pensamiento que ayuden a forjar su destino eterno. No conocemos tampoco la tensa expectativa con la que el cielo está pendiente de nuestros impulsos. Ni cómo aquí, en estas pequeñas oportunidades de cada día, se esconden los gérmenes de nuevos mundos que pueden nacer para Dios, o para ser aplastados, en embrión, por nuestro descuido. Jugueteamos con las joyas que Él nos dio, olvidando su valor incalculable; correteamos como niños en medio del jardín, pisoteando las flores que Dios podría, sí, reemplazar, pero ya nunca restaurar…
Así crucificamos todos los días el Plan divino, y así insultamos la honra y el nombre de Dios. Y Jesús, en medio de nosotros, nos muestra las marcas de Su agonía y espera compasión, y alguno que lo con- suele, pero no encuentra ninguno. Nosotros miramos, murmuramos y seguimos nuestro camino, mientras el drama de Jesús sigue ocurriendo, mientras Él sigue pendiendo  entre el cielo  y la tierra, habiendo descendido de uno y habiendo sido rechazado por la otra, y mientras Jesús, a quien tratamos como a un nuestro esclavo, sigue queriendo ser nuestro Amigo.
Por eso, Padre, por esta oración de Tu Hijo crucificado perdónanos también, porque no sabemos lo que hacemos. Y cuántas cosas ignoramos, acerca de la vida espiritual. Cuántas veces ignoramos a Jesús que viene a nosotros como un Amigo. Y a cuántos les ha ocurrido que, sea en la juventud, sea en la madurez, de pronto despiertan al hecho de que Cristo desea, más que mera obediencia,  simple fe o  sola adoración, una verdadera amistad con El. Y eso produce, rápidamente, una primera y efectiva conversión moral.
¡Es tan admirable y hermoso ver a alguien que, como una joven que se entera que es amada, descubre con el corazón encendido que Dios es su enamorado! Tan admirable y hermoso como ver que, tantas veces, Dios vino a los Suyos, y los Suyos lo recibieron.
Y sin embargo muchas veces ocurre lo mismo que en los amores humanos, en este romance divino. El amor puede enfriarse, en la misma persona que pocos años atrás centraba todo en Cristo Jesús, y había reformado su vida hasta en los detalles, con el único objeto de parecerse cada vez más a su Amigo. Puede sucederle al mismo cristiano que había hecho de la devoción su principal ocupación, que había concentrado sus capacidades, hasta su sentido estético, sus intereses, sus emociones, su entendimiento, única- mente en El, que había empezado una nueva vida centrada en El,  y que había como  extinguido  sus pecados, casi sin un esfuerzo, en la luz de Su Presencia.  Puede  ocurrir  en esa  misma  persona  que, cuando comienzan a sacudirla las pruebas de la vía purgativa, ve que se fatigan sus ilusiones, que la madurez enfría los ardientes entusiasmos de la adolescencia, y que la rutina mundana reitera su pretensión de ser el único objeto adecuado de consideración. Esa persona, poco a poco, en lugar de agarrarse más fuerte que nunca a su Amigo, en vez de afirmarse en una fe casi desesperada, en vez de sostenerse en esa que ha sido la experiencia más real y vital de su vida, en lugar de tratar de transferir la imagen de  Jesús,  desde ese romanticismo  tal vez apagado, al estado maduro en el que se ha encontrado, en lugar de aferrarse a Él desde su debilidad, cuando las fuerzas naturales la abandonaron, por el contrario, empieza a situar semejante realidad vivida entre los cuentos de hadas de la juventud, y termina por reducir  la Amistad con Cristo, y a El mismo, a una de esas ilusiones que, aunque naturales en esos años inexpertos, deben dejar lugar a las nuevas experiencias de la vida.
Y aunque todavía ve a Jesús como Dios, y como el ideal y el Salvador de los hombres, ya no lo trata como el Amante que la prefiere entre miles, como el príncipe que la despertó con un beso, y a quien en adelante ella debe enteramente pertenecer. Irá enfriándose sin mucha conciencia de ello y tal vez la- mentándolo, y sintiendo allá en el fondo que hubiera sido más perfecto perseverar, y hasta envidiando a aquellos que han perseverado.
Este cristiano sabe que falló, pero no sabe cuánto, ni se da cuenta de que está renunciando a la posibilidad de ser santo, y que está dejando pasar oportunidades que pueden no volver más, y que, si no fuera por la misericordia de Dios, habría perdido ciertamente incluso la probabilidad de su salvación.

                                           La Amistad de Cristo, Monseñor Robert Hugh Benson.

                                                                                        (Traducción de Jorge Benson)

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