lunes, 24 de febrero de 2014

Infalibilidad y Tradición, R.H. Benson, p. 1 de 3


Algunas palabras previas: La presente conferencia se encuentra publicada en “Books of Essays”, y fue editado por el padre Martindale, s.j. en 1916.  El libro contiene además la pequeña reseña biográfica del padre Allan Ross que ya hemos publicado en este blog. Por lo extenso que puede resultar un solo post con toda la charla, la he dividido en tres partes que siguen las tres secciones originales dadas por el autor en esta obra póstuma, y que iré publicando, Dios mediante, semanalmente.
Como siempre les digo, si la traducción no se entiende, si es deficiente, o contiene errores por favor me lo hacen saber. Esta traductora es una principiante y necesita retroalimentación correctiva.
Que les aproveche.
Beatrice.

                                              Infalibilidad y Tradición
                                                        Por el Reverendísimo Monseñor Benson, M.A.
[La siguiente conferencia fue leída en Mayo de 1907, ante la Sociedad de Santo Tomás de Canterbury – una organización del clero anglicano cuya misión es estudiar la historia de la cristiandad occidental. Se han alterado unos pocos párrafos únicamente con el fin de entregar al artículo una mayor idoneidad para su publicación. R.H.B]
        Se ha puesto de manifiesto muy bien aquello de que no existe un historiador imparcial. Cada hombre que se dispone a trazar el desarrollo de la vida, ya sea política, religiosa o artística, está obligado a hacerlo con cierta teoría en su mente. La palabra “progreso” es un sinsentido a menos que no exista en aquel que la utiliza alguna idea estandarizada o algún objetivo a la que la idea de progreso esté relacionada.
        Podemos expresar esta verdad en un enunciado diferente diciendo que, estrictamente hablando, toda tesis histórica debe ser deductiva. Es imposible para nosotros acercarnos a los acontecimientos o a los registros, sin algún tipo de prejuicio. No podemos, literalmente hablando, leer la más simple afirmación sin estar otorgando a la interpretación nuestro propio sentido de eterna conveniencia, sin juzgarla, aunque sea inconscientemente, por alguna norma de lo correcto a la que consideramos como suprema. El historiador, o el teólogo más cercano a la imparcialidad no es aquel que no tiene un punto de vista, sino que es el que está en conocimiento de otras opiniones y puede otorgarles la debida consideración.
        Por lo tanto, empiezo esta conferencia confesando desde el comienzo que me aproximo al tema con este espíritu. No es mi intención pretender, incluso para mí mismo, ser totalmente imparcial, sin embargo, esto no necesariamente involucra una petición de principio (petitio principii). Será mi objetivo presentar una tesis para llegar, por así decirlo, a las complicadas aulas de la política eclesiástica con la llave en mi mano, la cual, y tengo razón para creer, será encontrada para que engarce. En sentido alguno es una llave de mi propia manufactura. Yo no pretendo la más mínima originalidad. Es únicamente mi creencia de que la Mano que ha hecho las aulas, también ha hecho las llaves, y las ha diseñado una para las otra. Si yo tuviera alguna otra creencia frente a esto, no pretendería ponerla frente a todos.
         A continuación, a modo de prefacio, quiero decir que intentaré seguir  en esta conferencia, la sugerencia que me dio el que me propuso que ésta debía estar escrita. Dijo que la línea que había pensado fue siguiendo algunas palabras de Schanz, en el sentido de que era imposible entender el dogma de la infalibilidad sin entender primeramente lo que significa el desarrollo de la vida de la Iglesia. En consecuencia, he tratado de componer esta conferencia en este sentido, y para tratar sobre la Tradición estrictamente hablando, comparada ligeramente como siendo una especie de caminata comentada hecha por la historia acerca del desenvolvimiento de esta vida. 
   
          Antes de entrar derechamente en materia, es necesario decir una o dos palabras acerca de cómo concebimos la naturaleza general de la Iglesia Católica. Existen innumerables imágenes y metáforas usadas para referirse a ella en las Sagradas Escrituras y en los Padres, pero tal vez la más usual, como la  más y mejor comprendida, es la frase en la que se habla de ella como el Cuerpo Místico de Cristo sobre la tierra. Y hay que remarcar el hecho de que la ciencia actual da un significado a esta frase la cual ciertamente no fue explicitada para las mentes de aquellos que primero la usaron. Con hechos científicos a refiero a que un cuerpo orgánico consta de células las cuales tienen por sí cierta existencia independiente, aunque esta existencia, normalmente hablando, es obnubilada por la unidad mayor a la cual está fusionada. Luego, esta unidad de todas las células juntas es una unidad inexplicable y trascendente que depende de un principio del cual la ciencia no puede darnos un adecuado reporte. Que esta existencia independiente de las células es un hecho y no meramente una idea, queda ilustrada a través del fenómeno que sigue a la descomposición. El cuerpo muere, como decimos, en cierto momento. La unidad es disuelta, pero las células se conservan por cierto periodo según su propia vitalidad. La aplicación de esta imagen al Cuerpo de Cristo ilustrando como hace el principio de vida, el cual la hace una y la eleva en una misteriosa identidad con la vida de Cristo, es suficientemente sugerente para no necesitar comentarios en esta ocasión.
        Entonces, la Iglesia como nosotros la concebimos es un todo orgánico. (No estoy tratando aquí el sentido amplio con el cual la palabra “Iglesia” es usada, como para expresar el gran cuerpo que incluye a los difuntos, sino solamente  con la que la misma es utilizada  frecuentemente en la Escritura, y que supone la compañía de aquellos que están aún en la tierra y que están unidos  unos a otros por la gracia, en una especie de comunión externa con Cristo y su cabeza). Es un todo orgánico, por lo tanto – porque si no fuera orgánico en un sentido real, la palabra perdería todo significado – consistente en personas humanas sobre la tierra y elevadas en virtud de la gracia, a la unidad única con alguien que trasciende la vitalidad de cada uno. Ellas son elevadas hacia una especie de personalidad trascendente, la cual es, en cierto sentido, idéntica a la de Cristo. “Yo soy la vid y vosotros sois los sarmientos” dice Nuestro Señor. “Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo”, clama San Pablo.  Es en este sentido solamente  que nosotros le remitimos lo que es de fe divina estrictamente a las decisiones de la Iglesia –  en cualquier sentido podamos entender su constitución – nos sometemos a ella como nos sometemos a Dios, no meramente porque ella es su representante, sino porque en un sentido real ella es Él  mismo en términos de la naturaleza humana. Puede ser que nuestra teoría sobre su constitución nos conduzca a creer también que su voz ya no es proferida, o que está obscurecida por las pasiones humanas en estos últimos tiempos; pero en teoría al menos yo considero que todo el que pretende el nombre de católico cree en su esencial divinidad, y de la misma manera, en la identidad de su pensamiento, y que puedo considerar su personalidad con el pensamiento y personalidad de Jesucristo.
         Comenzando con estas premisas, entonces, nos damos cuenta de un número de cuestiones, las cuales, si no le adjuntamos un valor analógico a toda esta imagen de un cuerpo orgánico del cual he hablado, pienso que estamos obligados a ceder.
1. Ella puede ser considerada desde dos lados: del divino y del humano, justamente como el cuerpo normal de un hombre puede ser abordado por un biólogo o por un amigo. Para uno es una conjunto de células relacionadas unas a otras y controladas por ciertas leyes; para el otro es un tabernáculo del alma. Digo que tiene dos lados, aunque de hecho son cientos. El artista también tiene su punto de vista, el atleta otro, el psicólogo otro. Sin embargo,  pienso que estos dos lados incluyen adecuadamente a todos ellos bajo dos divisiones principales.
2. Pero si además miramos dentro de lo que significa la palabra “consciencia” tal como se aplica a un ser sensitivo, siendo reflexivo, veremos que esto es de doble naturaleza. Existe primeramente esta ordinaria acción reflexiva por la que tomamos conciencia de esto o de aquello. En segundo lugar, existe esta profunda vida interior que actúa automática e independientemente de la voluntad. Hay un proceso por el cual nosotros damos cuenta de las leyes de nuestra existencia y de las del mundo en el cual vivimos, y ahí  existe este proceso interno cuyos actos, como el sueño, nos mantienen en vida completamente apartados de nuestra volición consciente. Ahora muy a grandes rasgos podemos decir que estos dos apartados de nuestra naturaleza corresponden a la vida humana y a la vida divina de la Iglesia – en un momento dado a su conciencia activa y a su divino instinto. No hay argumentos contra la existencia de una ley en nuestro ser que diga que ésta no ha sido explícitamente reconocida por nuestras facultades reflexivas.
          En la medida que encontramos  que la ley ha actuado (lo que explica el fenómeno) en esto que es correlativo a otras leyes conocidas  - más allá de todo, si hayamos que ha habido momentos en el pasado cuando aparentemente  ha sido reconocida apelando deliberadamente a nuestra conciencia directa - no debiéramos encontrar dificultad en el hecho de que no siempre ha sido  explícita y continua.
3. Aproximándonos ahora más cerca al objetivo directo de nuestra consideración, podemos notar, antes de acercarnos más, primero: que la infalibilidad puede bien ser en cierto sentido, una de semejantes leyes fundamentales y esenciales, aun cuando no siempre reconocida explícitamente por todos en cada momento. Porque la infalibilidad en su sentido más elemental no es más que esto: que la conciencia divina de la Iglesia se relaciona de tal manera con la conciencia humana que la salvaguarda de formular una declaración en contradicción con la verdad. Se afirma que existe un canal abierto entre el entendimiento de Cristo y el conjunto de entendimientos que componen Su mística conciencia, y que el primero controla y verifica a esta última. No es la inspiración la que es exigida - no hay una inundación milagrosa del entendimiento humano con sabiduría más allá de que lo originalmente fue depositado en él – sino que existe una constante restricción ejercida sobre él hasta tal punto que nunca va a formular una realidad falsa. No se afirma nada más que esto. Menos que esto podría vaciar las promesas de Nuestro Señor de todo sentido, así como destruir toda nuestra confianza en la verdad revelada. La infalibilidad entonces, entendida de esta forma, puede bien ser una de semejantes leyes, como de las que les he hablado – una prerrogativa adjunta a todo el cuerpo de Cristo, aun cuando no siempre tan evidente como las definiciones posteriores que hemos hecho.
4.  De esta forma, por lo tanto, encontramos la reconciliación entre los hechos, tales como por un lado, la demanda constante acerca de que la doctrina de la Iglesia es inmutable y por otro, que el dogma de la Inmaculada Concepción no fue proclamado sino hasta el siglo 19. Lo que ahí yace, nos dicen los teólogos, fue revelado desde el comienzo. Fue parte del depositum almacenado en la conciencia trascendente que podemos llamar por el momento, el Entendimiento de Cristo, y en virtud de la identidad entre ellos, en el Entendimiento de la Iglesia. Aun cuando no haya sido hecho explícito tal sentido,  habían pocos que eran inconscientes de esto, incluso hasta el punto de aparentemente contradecirlo, o en último caso, de ignorarlo cuando la materia se encontraba bajo discusión.  Es en este sentido semejante a como Pio X tiene un conocimiento explícito que Pio I no tenía.

Entonces, San Vicente de Lérins, en su Commonitorio escribe:
“Así pues, crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la colectividad, como del individuo, de toda la Iglesia según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar en la misma doctrina, en el mismo sentido y en la misma interpretación”

Procede a comparar este desarrollo con el crecimiento de un hombre desde la infancia:

“Si algo nuevo aparece en la edad madura, ya preexistía en el embrión; así, nada nuevo se manifiesta en el adulto que ya no se encuentre de forma latente en el niño” (Cap. XXIII)

        Por supuesto, este argumento es la columna vertebral de todo el Desenvolvimiento de Newman (“Ensayo sobre el desenvolvimiento de la doctrina cristiana”. n.de.tr.) En cuanto a la otra materia no es necesario hablar, es decir,  con respecto a si este incremento del conocimiento es meramente por una razón silogística a partir de premisas depositadas originalmente, o como San Vicente apunta, por el actual proceso de crecimiento a partir del germen y de los rudimentos. Los teólogos se encuentran en ambos sectores. Algunos hacen hincapié en un aspecto o en el otro. Digo “aspectos” ya que es una discusión más acerca de si hay alguna diferencia real entre las dos teorías. Ciertamente todo desenvolvimiento ocurre en razón de argumentos racionales y silogismos, y nunca sin ellos. Sin embargo, las antiguas premisas deben siempre ser, hasta cierto punto, desarrolladas en otras esferas que los de la revelación, y por lo tanto también se desarrollarán las conclusiones. Aunque esto es ajeno a nuestra materia.

5. Notamos que la identidad del conjunto de entendimientos que compone la Iglesia con el entendimiento de Cristo está condicionado por varios puntos. Mientras en un sentido pasivo la identidad es continua, para que la Iglesia no pueda universal y formalmente abrazar una doctrina contraria a la verdad, sin embargo con el propósito de definir, la infalibilidad no es puesta en juego, excepto bajo muy estrechas y definidas limitaciones. Es sólo en un determinado cuerpo de conocimientos que la infalibilidad es del todo requerida, y esto es aún más limitado por otras condiciones – aquellas, quiero decir, que pertenecen a la constitución de un concilio o de las circunstancias bajo las cuales el papa las sostiene ex cathedra.

6. Por último, bajo este primer encabezado, debemos considerar el lugar de la Tradición en la vida de la Iglesia, y en primer lugar, despejemos de nuestra mente el extraño capricho de que no hay tal cosa como las tradiciones vinculantes que nunca se han puesto del todo por escrito. Existe desde luego una opinión flotando. En efecto, más una atmosfera que una opinión – un temperamento que otorga color e intensidad  a la doctrina tenida, pero esto no es la Tradición a la cual la Iglesia llama su fuente de verdad. La Tradición más bien es el cuerpo establecido de la verdad diseminada a través de las palabras de los Padres y de las publicaciones de los Concilios cuando definen doctrina y sentencias, y éstas son continuas e inmutables como la doctrina directamente contenida en la Escritura, aunque sujeta como ella, y como todo conocimiento, al desenvolvimiento continuo de  la expresión por parte de la Ecclesia docens, y a la aprehensión  de la Ecclesia dicens. El temple de ánimo y la opinión piadosa expresada de siglo en siglo puede cambiar, y cambia su misma sustancia, puesto que pueden ser realidades defectuosas, y son con frecuencia encontradas así. Aunque es cierto que al igual que el suero que se forma sobre una herida, pueden ser necesarias en un momento dado para la preservación  de la verdad, aunque en sí mismas sean trascendentes y temporales. Un ejemplo de semejante asunto se encuentra en el significado ligado a la frase extra Ecclesia nulla salus. No cabe duda que hasta hace unos pocos siglos atrás la interpretación común de estas palabras fue que todos los no bautizados estaban literal e inevitablemente condenados. Aunque esta interpretación nunca fue formalmente declarada por la Iglesia como siendo la única, en nuestros días el consenso universal la declara como realmente falsa. Aun cuando  algunos pueden dudar de que en una época menos sutil semejante interpretación popular fue la única salvaguarda de la verdad de la Iglesia como instrumento de salvación de Dios, y que el que rechaza a la Iglesia rechaza a Dios.

          La Tradición entonces, no es una colectividad fluctuante de opinión. Es un patrón fijo. Es, podemos decir, no solamente la interpretación dogmática de la Escritura –esto no es más que un aspecto con poca importancia – sino un positivo cuerpo de verdad contenido en sí mismo. Es, en un sentido, la entera revelación de la cristiandad. Es el mensaje completo entregado a la Iglesia por nuestro Señor, mientras que la Escritura no es más que una colección de libros inspirados, ciertamente peculiar y de un único carácter, pero la completa garantía solamente es, en efecto, la Tradición. La Escritura es una parte de la Tradición más que la Tradición sea un apéndice de la Escritura. Existe, tal como lo remarca Mr. Mallock en alguna parte, una conciencia continua de la Iglesia. Ella no consiste en una serie de generaciones abruptamente divididas por centurias o movimientos, sino que ella es una especie de persona, como ya lo he dicho, que vive continuamente a través de los siglos y de los movimientos, recordando la revelación hecha una vez a ella, afirmándola y repitiéndola incesantemente. Entonces, la Tradición en términos generales es la memoria de la revelación y de los eventos que se anunciaron y  que siguieron, y de las deducciones que se derivan de ella. Por supuesto que la Escritura es, como dice San Vicente “adecuada plenamente para todos sus fines”,i.e, como un registro de los eventos y un esquema general de las consideraciones de sus significados. Es, como lo he dicho, completamente única y preciosa para la Iglesia más allá de todos los otros escritos. Aún estrictamente considerada, no es más que una historia fiel aunque inspirada por Dios, en las manos de un escribano humano. La Tradición, entonces, en un sentido consta de tradiciones, con doctrinas definitivas transmitidas. Tales doctrinas - como que los santos están en la gloria antes de la resurrección, que ellos pueden escuchar de alguna manera las oraciones de quienes los interpelan – son verdades que no pueden ser probadas en ningún sentido real desde la Escritura, aunque ellas pueden ser encontradas ahí por aquellos que ya creen en ellas. Más bien, ellas son parte de la revelación que Nuestro Señor entregó a su Iglesia, en todo caso, de forma germinal. Con todo, la Tradición en sí misma, en un sentido más real, es la memoria continua de todo el Evangelio. La Tradición trasciende las tradiciones, como la educación trasciende las lecciones; como los conocimientos musicales de un músico transcienden la suma de las piezas que compone e interpreta.

 



 

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